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Horcajo Medianero (Salamanca). La arcilla se mezcla con agua usando un caballo, las piezas se secan al sol y se cuecen en un horno artesanal de leña.
En esta tierra abundan los diálogos de monosílabos y si no fuera por una carretera cercana y el zumbido interminente de algún motor que arrastra un vehículo con rumbo a Alba de Tormes podríamos sentirnos en medio de un agujero sin tiempo. Perdidos en un horizonte seco y ardiente, de un polvo pegadizo que acaba formando parte de la piel. Hay dehesas de encinas centenarias y toros de lidia. Y un pueblo con muchos tejados hundidos, callejuelas de pendientes sin asfalto. Y hombres que trabajan con el barro y el agua haciendo tejas y ladrillos, algo que ya casi nadie hace, la razón es fácil de adivinar, pero que ellos no pueden dejar.
Hay dos tejares en Horcajo Medianero, los llevan dos hombres que son familia, tío y sobrino, pero no se hablan. Mejor no abrir ese melón. Por un lado están Gabriel, que tiene 87 años, y su hijo Ángel. Las palabras hay que sacárselas con paciencia. A ellos y a todos, menos al dueño del bar del pueblo, al que acudo a los pocos minutos en busca de auxilio y agua. Me pone un vaso de plástico de esos enormes que usan los chavales en los botellones y lo llena hasta arriba de hielo. Vuelvo al tejar por el estrecho arcén de la carretera, como si saliera de un 'after' con el gintonic en la mano. Y ahí está Gabriel, esperando a su hijo, que no se sabe a dónde ha ido. Que para esto de las tejas y los ladrillos hacen falta dos. Uno toma una bola de arcilla, la aplasta sobre un molde con el tamaño de la pieza, y el otro la recoge sobre una horma de madera (curva en el caso de las tejas) para dejarla a secar en el suelo. Parece fácil, pero es muy duro y repetitivo. Eso, sin contar con el sol de agosto.
Gabriel se lamenta de todos los años trabajados para ganar una miseria y de que ahora tenga que seguir porque se paga algo mejor. De pronto abre la boca para enseñarme el par de dientes que le quedan, prueba irrefutable del paso del tiempo. Le pregunto si fue a la escuela y me contesta con una historia que entiendo a medias sobre la ineficacia de la educación. Termina diciendo: «Yo tengo dos burras, una es blanca y otra negra. Pero las dos son burras». El hijo, que está deseando llegar a la edad de jubilarse, debe de andar por los sesenta, mira con detenimiento mi cámara de fotos y pregunta: «¿Vives de esa chisma?».
En el otro tejar está 'Cuco', el caballo blanco, montado por Javi, un sobrino de Carlos, amasando la arcilla con sus patas. Hora y media dando vueltas metido hasta las rodillas en esa masa de barro espeso, haciendo de batidora con las pezuñas. Luego se acercan unos niños, cinco, hijos de unos paisanos que veranean en el pueblo y se van turnando para subir a la grupa de 'Cuco'. Carlos tiene la ayuda de su hijo, Álvaro, que no quiere seguir la tradición familiar. Ha cumplido los veinte y ha terminado de estudiar para electricista, solo le quedan las prácticas, pendientes de la vuelta a esa normalidad que aquí tiene otros significados. Javi trae unas carretillas cargadas de arcilla y las descarga junto a su tío, que comienza a dar forma a ladrillos con un ritmo mecánico mientras los jóvenes se turnan para depositarlos en el suelo.
Las avispas acuden a las piezas, que rezuman humedad; habrán de estar dos días a la intemperie (las tejas necesitan menos tiempo) para luego pasar 24 horas cociéndose en un horno de leña que se abre cinco días después de que se extingan las llamas. Un proceso que dota a estas piezas de una resistencia excepcional. Me dice Carlos que se venden a unos 14 euros el metro cuadrado, pero que esto no da para vivir, que tienen también vacas de leche y de carne. También algunos terneros, con los que se entretienen los niños cuando ya se han cansado de dar vueltas sobre el caballo. La esposa de Carlos, Mari Mar, se los lleva a casa por miedo a que les dé una insolación. Me enseña unas baldosas que hace ella, con los bordes en forma de rombo, pero explica que no quiere hacer ningún modelo más, que ya hace bastantes cosas. Y es fácil de creer porque se mueve de aquí para allá ajena a la solana.
A su marido no parece preocuparle mucho que se pierda la tradición de sus antepasados. «Es que no me extraña que nadie quiera dedicarse a esto, es un trabajo muy duro que no da para mucho. Puedes tener tejas hechas porque siempre hay algunos que vienen de vez en cuando a buscar, pero lo otro casi siempre se hace por encargo y a la medida que el cliente quiera». El coronavirus no ha ayudado mucho en el negocio, porque algunos pedidos no han llegado y otros no se han podido pagar.
Los chavales, que de vez en cuando se arriman a la caseta donde la sombra permite leer los mensajes del móvil, se quejan de que no hay fiestas este año. Aquí, como en la mayoría de los pueblos de España, el wifi es una cosa de ciencia ficción. Me lo explica Javi: «Aunque te lo pongas no llega, solo hay uno en la parte alta del pueblo, el del Ayuntamiento, que el secretario se lo pone para él, y otro que tiene el del bar, que ha instalado una antena en la casa de su madre para que le llegue la señal». Eso en la parte del ocio, de series no vamos a hablar, obviamente. Y en la otra parte, la seria, dice el chaval: «Estudio mecánica en Alba de Tormes, pero el último trimestre no he podido ir, así que he tenido que hacer las prácticas tirando de los datos del teléfono..., ya ves, como si se pudieran arreglar los coches a distancia». Tampoco han podido ir a la piscina; cuenta Carlos que las autoridades municipales (aquí hay un centenar de vecinos mal contados) no han tenido a bien abrir las instalaciones este año por miedo a los contagios, de modo que «por lo menos los de las piscinas han salido ganando, que muchos que tenían espacio para poner una lo han hecho, así que a los de ese negocio les ha ido bien».
Llega la hora de comer cuando todo el montón de arcilla, tres carretilladas bien colmadas, se ha transformdo en un buen número de ladrillos que ahora lucen alineados como un mural geométrico. Los cubren con un plástico para que no se agrieten durante las horas de calor fuerte. Las tejas no necesitan esa protección porque son más finas. Vuelvo al bar con mi vaso de plástico vacío porque no encuentro dónde dejarlo. Por lo visto, al dueño le hago mucha gracia y me cobra menos por la comida. Dice que es «precio de trabajador».